No me salen las cuentas

CONEJO SUICIDA

Nací con veintiséis años, ahora ya dejo atrás cincuenta y nueve de vida. Veintiséis tenía cuando llegué. Siempre soy inocente, o mejor, todos los días entra en mi universo de caribeña un pedacito de esta monarquía parlamentaria; esta segunda república arrebatada.

Si, vivo en España, perdón, el Reino de España y actualmente estoy bajo la jurisdicción de la Autonomía de las Islas de Gran Canaria; aunque he pasado más de un cuarto de siglo viviendo en la Villa y Corte de Madrid.

Hace poco tiempo, el diecinueve de julio, para ser más exactos, que se suicidó Miguel Blesa. Decirlo en este lado del mundo es una obviedad. Todos saben que Miguel era el gerente de Bankia imputado por usar tarjetas “Black”.

Tenía casi setenta años y una ecuación que ponía de un lado su edad, mas sus cargos, más lo que se había gastado en la vida. No salían las cuentas para vivir de forma sosegada, así que equilibró la balanza llevándose el trofeo de su vida por delante, como todo un experto cazador: poniendo la escopeta de su propiedad en la zona donde termina el esternón y empieza el corazón. Después,

según la prensa “La muerte de Miguel Blesa fue certificada a las 8.40 horas, constatando que había sido causada por la perforación en el tórax de una bala de rifle”.

En ese momento casi, o unos minutos después, recibí la llamada de Bankia. Si, de ese banco que Miguel gerenció y que produjo el derribo de la clase media española con sus preferentes. También ayudaron el derroche de sus ejecutivos que usaron tarjetas opacas al fisco (“Black”) con tal de tirar el dinero público, es decir, la casa por la ventana.

Me llamaban, no para comunicarme mis condolencias, obvio, sino para cobrar los dos recibos pendientes de la hipoteca de la casa que compré en el año dos mil cinco. El año en el que Miguel recibió la medalla del mejor banquero de una entidad financiera.

Si, si, les dije a los del banco que iba a pagar en dos días uno de los dos recibos. Hice esto, pagar. Enseguida, de forma automática, puse la televisión para tomarme los cereales, el café y las noticias nuestras de cada día.

De golpe pasaron ante mi vista los doce años que hace que conocía a Miguel. No, no que lo conocía, si no que creía que sabía quién era.

Porque saber quién es alguien es una amalgama de elementos que pueden ser algebraicos, por ejemplo, sabemos que podemos sumar mis veintiséis años de vida en mi tierra natal, Colombia, mas veintinueve de aporte a las arcas del estado donde vivo actualmente, por medio de mi trabajo a terceros (los bancos); menos la supervivencia a una enfermedad; es igual en el presente, al final de mi cincuentena, a mi ilusión de vivir a tope mi tercera vida.

En cambio para Miguel, hago números y éstos no me cuadran, porque él, en sus primeros treinta y seis, compartió algunos de esos años, un piso con alguien llamado Aznar, quien lo lanzó al cargo que le permitió “depredar” las arcas de la Monarquía Parlamentaria Española o el Estado en las siguientes dos décadas . Más una década de juicios; más una sentencia judicial a punto de ejecución, es igual, en el presente suyo, a cenizas.

Aunque quedan y cómo, los hechos, porque como dijo el escritor Aldoux Huxley “Los hechos no dejan de existir aunque se les ignore”.

@Luzmariacabrales2017

BROTES

lascartas

Cuando estaba llegando la hora, que era a las once de la mañana,  se ponía frenético. Intentaba concentrarse en la lectura de «Historia de amor y oscuridad» —todas las historias tienen los mismos componentes—, pensaba cuando se dirigía a la cocina y cuando volvía de ella no sabía si lo había hecho: si se había tomado la pastilla contra la ansiedad que debía tomar todos los días a la misma hora, las once de la mañana.

Cuando tuvo el móvil en la mano y le dio la contraseña que usaba para que Verónica no supiera a quien estaba llamando, le temblaba la mano y también pensó en tomarse la pastilla de una vez, pero le dio miedo de volverse incontinente si se habituaba mucho a ella.
Marcó. —Un momento por favor—, le contestaron al otro lado de la línea y enseguida, le pusieron una sinfonía, que aunque era conocida, en ese momento no quiso saber si era de Mahler o de Beethoven. «A la mierda Beethoven».
Comenzó a realizar su ejercicio de respiración, se llenó de aire el pecho sin abrir la boca, mientras memorizaba «uno». Soltó el aire lentamente, de nuevo por la nariz y el número uno seguía bailando en su mente.
—Julián, cuánto gusto mi amor—Enseguida el uno desapareció y dio paso a una sonrisa de adolescente. Le dijo que estaba bien. Realmente no le pasaba nada. Seguía con su tratamiento y no le había dado ningún ataque. Su mujer y él se llevaban bien. La hija iba a comenzar la Universidad y se iba a Salamanca a estudiar Diseño de Moda.
—Veamos, veamos—.
Se imaginaba Julián que una muchacha joven de pelo y ojos negros, un poco trigueña con dos velones encendidos a los lados, se asomaba a su paquete de cartas del Tarot y las iba mezclando con unas manos largas, terminadas en uñas pintadas de dos colores.
—Repite conmigo—, dijo.
 «Uy, ahora me va a poner a rezar». Pensó Julián.
—Querido señor Jesucristo—.
Ella había dicho, que se llamaba Verónica como su mujer.
—Querido señor Jesucristo— repitió él obediente.
Y siguió replicando cada frase que la voz, al otro lado del teléfono, le dijo sobre invocar un espíritu muy poderoso, que movía el destino y la suerte. Un ser que si quería le podía llevar por la ruta de la prosperidad que era la única que no había seguido en su vida. La salud no estaba tan mal si respiraba profundamente hasta diez y se tomaba su «Sanax» a la misma hora y en cuanto al amor, nada le debía el Señor del amor a él, que ya le había concedido todo lo que Julián deseaba.
—Después de esta oración, mi pequeño Julián, deberá hacer un pequeño ritual.
—Si, si, lo que usted diga—. Susurró.
Le dijo que cortara siete limones, por los siete chacras y siete ajos y los colocara alrededor de una vela blanca ( si era dorada tampoco importaba ).
En la noche, después de besar a su mujer, Verónica y en cuanto estaba a punto de conciliar el sueño, ella lo interrumpió de su letargo.
—¿No crees que aquí huele a ajos?—.
—Si, están debajo de la cama, asómate  y lo miras—.
—¡Qué es eso! ¿Para qué tienes esa porquería en nuestro cuarto?—
—Mira mi amor, Después de esta noche, la rueda de la prosperidad comenzará a girar y nos ganaremos la lotería con estos números que tengo envueltos en dos hojas de laurel. Tú has de cuenta que ese olor de ajos, corresponde al olor de los brotes verdes que el gobierno anuncia últimamente. Ya verás como sube la economía; consigo trabajo aunque sea mayor de cincuenta años y podremos pagar la hipoteca sin problemas.
—Ah bueno, ¡eso es otra cosa!—. Murmuró Verónica antes de darse la vuelta y dejar el despertador, puesto a la misma hora de siempre.
Apagó la lámpara. La oscuridad llegó y enseguida se quedaron dormidos los dos.
©LuzMaríaCabrales2014

EL ENTIERRO DE LA FIESTA

LA FIESTA

Lola se encarga de mover las fichas sobre la mesa, y de vez en cuando mira a Mario, que parece tener la sonrisa detenida, como en un daguerrotipo. Al verlo, se reconoce sola; cuenta las fichas y dice:
—Podemos jugar sólo cuatro personas.
Mario Luis se había pintado la cara con un creyón dorado: seguro para darle a sus ojos una expresión de novel bufón; para que al desplegar los párpados, éstos provocaran una ráfaga de sensaciones. Por eso sus cejas, delineadas con fuerza, le confieren una curva de celo aparente, de inventado interés.
Lola está vestida de castellana, y José tiene un dibujo raro en la frente y una camisa colorada. Borja, en cambio, vestido como todos los días, con su mejor camisa de flores, y sus viejos pantalones caqui.
Alfredo había localizado a su amigo Mario entre la multitud, cuando las gemelas, vestidas de lloronas lo seguían; bajo los arcos de la plaza iban deslizándose junto a guerreros romanos y celtas; extraterrestres con cara de lagarto; dráculas y colombinas ebrias. Se había acomodado la nariz, y silbado con un tono agudo y prolongado; porque sabía que Mario lo reconocería.
Ni Borja ni las lloronas participan del juego, José no quiere quedarse por fuera y a esa hora el sabía, como todos, que Lola había engañado a Mario con Borja, mientras el primero consideraba inaceptable que alguien pudiera dejar de amarlo, así de pronto. La muchedumbre se aprieta serpenteante alrededor de la fiesta, allí fuera, en el asfalto caldeado y Mario siente que tiene sus figuras dispuestas para comenzar el juego.
—Autorizan el jolgorio para apaciguar al pueblo —dice Mario y golpea con el seis-seis en blanco y negro de fondo.
—Lo que dices suena a subversivo —contesta Alfredo con el seis-tres.
La escalera de fichas va encajando, la una con la otra, mientras las parejas en el bar —incansables— bailan; la armonía rítmica les inyecta una euforia insoportable. Acompasan las jugadas del grupo en la mesa, mientras se afirman la insolencia de las canciones que dicen de cometas milenarios y de niñas enamoradas.
Lola dice:
—Espérenme que tengo que lavarme las manos.
Forma esquina con el cuatro-blanco; y se levanta.
—¡Vienen las carrozas!
Alfredo y José se miran cruzando una nube de sospecha. Mario, el payaso, se diluye entre los bailarines, la harina, la salsa, detrás de la castellana.
“Voy por una cerveza”, le habían oído decir todos, pero un singular movimiento convierte el recinto en un reguero de afanes. Apartan de forma brusca las sillas, y dejan las mesas de juego pendientes, y las botellas se las llevan para continuar la borrachera en la puerta o en la acera. Mario y Lola escuchan encerrados en el baño el alboroto; pero continúan meciéndose, el detrás de ella; ella detrás de la puerta agarrada llorando con alegría.
En la calle, la Reina del Barrio Abajo les mandaba besos a puñados.
Luego Mario no la volvió a sentir de la misma forma.
Le pidió a Borja que le permitiera bailar una canción con ella.
“¿Me permites que baile una canción con tu novia?”, le oyó decir su amigo Alfredo mientras sacaba los papelillos y la yerba para liarla.
Mario la había tomado de la mano y la había sentido sumisa y contraria. Antes, caminaba en un terreno de arenas movedizas. Ahora, su naturaleza lo atraía como las caras de la luna. Todas diferentes.
Pidió permiso para hacerse un lugar en la improvisada pista de arena de la verbena, la tomó por el talle con un abrazo, y permitió que se escuchara su aliento en el pabellón de la oreja de ella. No se dijeron nada. No era necesario. La antigua canción se adelantó:
“Yo te amé con gran delirio…»
En la verbena, habían convencido a Jacinto, el amigo de José, para que los llevara a la playa a ver cómo amanecía. Jacinto colocó en el plato la canción del adiós:
«I’m going down, down, down…»
Dejaron el cuchicheo jocoso regado en las aceras, y en los jardines de las casas del barrio que queda antes de llegar a la playa de Sabanilla. Borja se quedó dormido; José y Jacinto desaparecieron cerca de las dunas, detrás del castillo, y Lola, que ya tenía el suave aroma del perfume de la tarde transformado en un cierto tufillo trasnochado, corrió a buscar a Mario. Se metió al agua con él. Se quedaron las zapatillas abandonadas sobre la arena.
Antes de desaparecer ella también, Alfredo alcanzó a preguntar:
—¿Por qué Lola?
Su respuesta le arrancó una carcajada, que rompió la paz en el cielo con estrellas. Al principio el agua sólo les llegaba hasta los tobillos; al final saltaron locos las olas invisibles, pero violentas, de ese mar excesivo del Caribe; jugaron contra la corriente que arrastraba: se arrancaron la ropa bajo el agua; se palparon; se unieron otra vez…
Ahora que el brillo agónico de los luceros indica que el color del cielo está a punto de nacer, Alfredo recuerda de forma súbita el Miércoles de Ceniza del año pasado; él espera, sabe que hace rato que han debido salir; mientras, vuelve a su memoria una secuencia de esa mañana que creía olvidada.
Por la puerta de la calle, al frente del bar donde se estaban tomando la cerveza de despedida, pasaba la procesión del cortejo que acompaña la muerte de Joselito Carnaval. Después de bajar con el líquido helado el humo de los cigarrillos, Alfredo le preguntó:
—¿Qué te gustaría hacer antes de morir, Mario?
Y él sólo se rió de una manera que le pareció como un latido.
Ahora que lo pensaba, las tardes en su compañía se hicieron ácidas, intransigentes: él se quedaba callado o reía poco. Pero siempre de la misma forma en que se rió esa mañana del miércoles después de Joselito Carnaval.

@LUZCABRALES

LOS OJOS DE ERIKA

la foto (9)Como había leído la sinopsis y había visto la fotografía de promoción de la película que vería a las diez de la mañana, sabía que «Los ojos de Erika» se correspondía con la mirada de la joven que se hallaba en la sala, unos cuantos asientos más allá. Su sonrisa nos aliviaba de haber perdido la luz de ese día de Junio en Las Islas Canarias. Era el 14 Festival de Cine de Las Palmas.
Lo que vi en esa película, me hizo prometer a mi misma que volvería para escribir sobre el tema. Han pasado casi treinta días y aún no he olvidado esta historia. La muchacha había ido al territorio Saharaui, para hacer un documental. Aprovecha para esconder a un niño de dicho territorio en su vehículo para llevarlo a España, a las Islas Canarias. Allí el niño se reunirá con su familia. Hasta aquí todo bien. Luego empiezan a desplazarse por la pantalla las imágenes ante «Los ojos de Erika» nunca mejor dicho, de la realidad actual año 2014, de dicho «pueblo» o como se llame a un conjunto de personas que comparten la misma cultura, lengua, historia en este hermoso planeta delimitado por fronteras. Hay dos propuestas en el relato. Pero a mí me interesó el relato del pueblo que vive en campos de refugiados en mitad del Sahara Occidental.
Ese «pueblo» está entre la espada y la pared. Bueno, no es que el mundo actual sea un camino de rosas, con el desempleo, el cáncer, el hambre, el calentamiento global, etc. Pero es que los saharauis viven literalmente, sobre un campo de minas. Abandonados a su suerte en 1975 por España, después de traicionarlos, firmaron con Marruecos y Mauritania la entrega del territorio. Ante la oposición lógica de sus habitantes fueron bombardeados usando napalm y fósforo blanco. En 1991 firmaron con El Frente Polisario ( saharauis ) la paz con Marruecos delante de la ONU. Pero Marruecos, ha seguido con la ofensiva y para detener al Frente Polisario y castigar a este pueblo en la lucha por la defensa de su tierra, construyeron un muro de 2.200 kilómetros. Entre ese muro y Marruecos hay personas y minas anti-personas. Los espectadores y yo fuimos testigos de semejante barbaridad. El documental que rodó la muchacha en la historia dentro del cine. Ella, Erika perdió la razón por la fuerza de la injusticia. Esta es la enseñanza que queda del argumento del narrador, el Director Bruno Lázaro.
Reconozco en este artículo que siempre dejaba pasar las páginas de los periódicos que hablaban de esta tragedia moderna. No puedo aceptar el porqué de tanta maldad.
Esta película me metió por los ojos una realidad en la que los seres humanos debemos colocar la etiqueta de «Intolerable».
Ojalá amigo lector, también te abra los ojos y la conciencia. Ojalá nunca mas volvamos a pasar página y nos movamos para evitar esta situación, denunciarla. Proteger a los saharauis como lo haríamos con nuestra propia familia.

©LUZCABRALES2014
Santa Brígida, Las Palmas de Gran Canaria.